Ya dejamos atrás la brotación de las yemas, las primeras hojas desplegadas, los racimos esbozados, la floración y el cuajado de las bayas. Llegó el solsticio de verano y será durante esta estación cuando la vid definirá el volumen y la calidad de la añada en curso. Evidentemente, con la complicidad imprescindible de la meteorología (siempre incierta) y el suelo, el reservorio de agua sobre el que las plantas se sostienen.
A finales de junio, encontraremos pues en las viñas racimos cargados de pequeñas bayas verdes creciendo día a día. Las hormonas de crecimiento dominan la fisiología en pámpanos y hojas, y la configuración y el engrosamiento del fruto.
El cerramiento de los racimos debido al crecimiento de las bayas marca un hito importante en el ciclo de la vid. En las semanas siguientes, las plantas acumularán reservas en raíces y madera vieja, los pámpanos iniciarán su agostamiento y se formarán las pepitas en el interior de las bayas en crecimiento. Un trabajo incesante que consumirá, desde el cuajado hasta el envero, más de la mitad de la energía que la viña emplea para completar su ciclo anual.
Y, de pronto, el envero. A caballo entre julio y agosto, la creciente restricción hídrica y el incremento gradual de las temperaturas abocarán a las plantas a un vuelco bioquímico, un cambio hormonal decisivo; las hormonas de crecimiento ceden el paso a otras de maduración y senescencia, inaugurando el proceso de maduración de la uva. Cuatro quintas partes del trabajo está hecho. La última y más delicada, la que decidirá la calidad de la cosecha, ahora depende de los cuarenta días siguientes.
Como consecuencia de este giro, se detendrá el crecimiento de hojas y pámpanos (visible en el secado de los ápices), las bayas (debido a la pérdida progresiva de la clorofila y la aparición de los pigmentos característicos de cada variedad) pasarán del verde vegetal a los rojos, violetas y negros azulados que conocemos en la uva, adquiriendo también un aspecto translúcido y una consistencia más blanda. Sobre su superficie se forma la pruína y, en su interior maduran las pepitas.
Todos estos procesos suceden en diez o quince días en una parcela y marcan el pistoletazo de salida para la completa maduración del fruto.
Desde el Envero a la madurez, los pámpanos se lignifican pasando a convertirse en sarmientos leñosos. El crecimiento vegetativo está detenido debido al estrés hídrico moderado y las bayas retoman su engrosamiento, iniciando la formación de compuestos aromáticos, fenólicos (responsables del color y la estructura de los vinos) y azúcares. Es un período conducido por la transpiración y la fotosíntesis, dependiente de la higrometría, las temperaturas diurnas y la amplitud térmica entre noche y día. Jornadas críticas que desembocarán en la decisión de la fecha de recogida y la vinificación en la bodega.
Entonces, mientras la actividad es loca en las bodegas, mientras los pueblos y los campos bullen sin horas, la vid, despojada ya del fruto que es su razón de ser, atraviesa el otoño pintando el campo con infinitos colores, pierde las hojas con las primeras heladas de noviembre y se prepara para su largo sueño invernal.